La dimensión de los sueños
¿Sueñan los neandertales con ovejas paleolíticas? (segunda parte)
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Soñar, queridos lectores, no es exclusivo de los humanos. Lo que sí es exclusivo de nuestra especie es que, a diferencia de otros animales, podemos contar aquello que experimentamos durante estados oníricos, transformando al sueño en un hecho social. De la mano del lenguaje, aquello que antes era una una manifestación íntima e intransferible de nuestro cerebro ingrese de lleno en el orden de lo cultural. Al verbalizar el sueño, las confusas visiones que surgían durante la noche podían ser compartidas, criticadas e interpretadas por otros, quienes podían identificarse con ellas y descubrir puntos en común, transformando el caos onírico personal en una narrativa compartida. Pero, ¿Cómo explicaban nuestros antepasados esas misteriosas imágenes? Es evidente que no podemos saberlo con certeza y que, probablemente, nunca lo sabremos.
Claro está, podemos hipotetizar que, en virtud de lo vívido y emocional de las imágenes oníricas y, por demás, de lo inexplicable de aquello que parecía tan tangible –pensemos que, aunque con menor nitidez, los sueños recrean sentidos como la vista, el tacto y el oído con una intensidad tal que pude rivalizar con la experiencia diurna–, tal vez interpretaron aquello que vieron como parte de una realidad más “densa” y legítima que la de la vigilia, como algo que portaba un mensaje, una enseñanza o una advertencia desde otra zona del universo.
Esto no es una simple suposición. Después de todo, sociedades antiguas como los egipcios, griegos y romanos otorgaban una importancia mayúscula al contenido de los sueños como parte de visiones proféticas que debían guiar la toma de decisiones importantes. Durante el Imperio Romano, por ejemplo, Artemidoro de Daldis escribió Oneirocritica, una guía detallada de la interpretación onírica. Asimismo, muchas sociedades indígenas actuales consideran que los sueños no son otra cosa que revelaciones hacia el durmiente con saberes de dimensiones no humanas que, en muchos casos, les permiten sostenerse en la vida. Este es, por ejemplo, el caso de los Takshek Qom radicados en Formosa, Argentina, quienes entienden que los shiaGawa jaqa’a (entidades con intencionalidad y voluntad) enseñan el conocimiento arcano a la gente en sus sueños. Lucrecio Caro, filósofo romano del siglo I a.C. afirmaba que los dioses se habían presentado por primera vez a los hombres en sus sueños, y para los Arunta de Australia el tiempo en el que todo fue creado es descripto como “el tiempo de los sueños”. ¿No son estos indicadores de que, cuando los humanos transformamos al sueño en un tema de conversación, abrimos la puerta a la pregunta por lo inexplicable?
Por supuesto, identificar en los sueños algo más que simples imágenes proyectadas por el cerebro no es en absoluto exclusivo de filósofos de la antigüedad o sociedades indígenas. A finales del siglo XIX, el propio Freud propuso que los sueños no eran fantasías sin sentido sino, bien por el contrario, manifestaciones de nuestros deseos, pensamientos y recuerdos reprimidos. Para el padre del psicoanálisis, los sueños no eran otra cosa que una suerte de válvula de escape para las tensiones psíquicas y deseos que resultaban inaceptables para la consciencia. El soñar, después de todo, debilita la “censura” (debido, como ya explicamos, a la disminución en la actividad de la corteza prefrontal) permitiendo -para Freud- que los deseos se expresen más descarnadamente, aun de forma disfrazada o metafórica. Uno de sus alumnos, Carl Jung, fue incluso más lejos, sugiriendo no sólo que los sueños eran una vía de acceso a los pensamientos inconscientes de personas particulares, sino también a una capa más profunda y universal de la psiquis que sería compartida por toda la humanidad, la cual llamó inconsciente colectivo. Esta hipótesis era tan fascinante como indemostrable en términos científicos puesto que, aunque los patrones de sueño pueden monitorearse, sus contenidos difícilmente pueden ser medidos, observados o replicados en un laboratorio para su análisis. Por esa y otras razones, la hipótesis del discípulo jamás alcanzó la credibilidad atribuida a su maestro.
A pesar de esto, existen numerosos reportes y estudios que sugieren la existencia de experiencias oníricas colectivas. No se trata, en términos de Jung, de expresiones de un inconsciente heredado sino, más bien, del reflejo de experiencias compartidas a gran escala que se manifiestan en las mentes de las personas a través de símbolos y narrativas similares. Prueba de ello es, por ejemplo, el análisis realizado por la Dra. Deirdre Barrett de la Universidad de Harvard acerca de los sueños de las personas durante el confinamiento por la pandemia del COVID-19. Barrett descubrió que, durante esta época, gran parte de la población mundial soñó con virus, insectos o criaturas amenazantes, reflejando la ansiedad colectiva de una población con terror a una enfermedad que no podía ver. Este es, quizás, un ejemplo demasiado evidente: el inconsciente, de manera muy lineal, estaría utilizando la imagen del virus, insectos o criaturas amenazantes para simbolizar la amenaza real que se vive. Pero, ¿será acaso posible que existan oníricas que, en lugar de limitarse a una coyuntura específica, sean atemporales y universales para todos los humanos?
Hay quienes se inclinan a creer que sí. Dos mil años atrás, el propio Artemidoro de Daldis (en su guía para la interpretación de los sueños) explicaba las múltiples variaciones del “sueño de volar”, un motivo onírico que consideraba frecuente entre la gente de su época. Esto no sólo era cierto para los romanos, sino que este sueño pareciera tener una extraordinaria continuidad tanto en las culturas occidentales como en las orientales. Algunos autores han señalado que representaciones humanas muy antiguas, como “El Nadador” de Tin Tazariff, en Argelia (con una datación estimada de 9,500 años), parecieran estar haciendo referencia al acto de volar en el marco de una experiencia onírica. En esta pintura, el protagonista se encuentra flotando, pero no se lo ve rodeado de fauna acuática, sino que, por el contrario, planea por encima de algunas figuras terrestres como un antílope y otros humanos que se encuentran bastante lejos. Esta escena nos recuerda a la sensación de “nadar en el aire” (que, conjeturo, todos hemos experimentado), y que resulta lógica si tenemos en cuenta que la mayoría de nosotros ha nadado o flotado en el agua alguna vez, pero ninguno ha podido volar utilizando su propio cuerpo. La recurrencia de estos vuelos oníricos permite preguntarnos si se trata, acaso, de una temática universal de base biológica, quizás regida por el profundo deseo de superar los límites de nuestra naturaleza terrestre, común tanto para nosotros como para nuestros antepasados del Pleistoceno.
Otro sueño aparentemente universal es el de ser perseguido. Según podemos deducir de varios estudios que han buscado establecer la tasa de recurrencia de este sueño en diferentes poblaciones, al menos un 89,9% de las personas censadas (en promedio) lo han experimentado. En 2013, por ejemplo, Fang Yin y otros investigadores realizaron un cuestionario entre 569 estudiantes universitarios chinos y tibetanos, reportando que el 93,3% de ellos habían tenido ese sueño. Llamativamente, mientras que los tibetanos reportaron haber soñado con ser perseguidos más que nada por yaks y perros (hecho que los autores relacionan con su estilo de vida nómada), para los chinos los humanos fueron sus perseguidores más comunes -y los animales, mucho menos frecuentes-, atribuyéndose esta diferencia a las presiones sociales y laborales de su entorno urbano. Mientras que en un caso el miedo está ligado a la interacción con la naturaleza y los animales, en el otro se activa como respuesta a la interacción social. Su alta recurrencia en estas y otras sociedades sugiere que esta experiencia está profundamente arraigada en la psique humana (activando los circuitos de huida o lucha durante el sueño REM), pero los miedos y ansiedades proyectadas parecen ser culturalmente específicos.
A su vez, Heródoto, Pausanias, Tertuliano y Cicerón escribieron sobre los muertos que aparecen en sueños y lo identificaron como una posible experiencia universal. La psicología cognitiva los llama sueños de visitación y la mayoría de los estudios al respecto señalan que se trata de experiencias comunes a personas que han perdido a un ser querido recientemente. La tesis doctoral de Jennifer Shorter, publicada en 2009, documenta que este sueño presenta una serie de características comunes, como la sensación de parecer más “reales” que los sueños ordinarios, la aparición de la persona fallecida sana y feliz, y una cierta sensación de paz y sanación que el soñador experimenta al despertar. Estos sueños, según la investigadora, parecen tener un rol fundamental en la resolución del duelo. En el siglo XIX, Edward Tylor, uno de los padres de la antropología, sugirió que el soñar con personas que habrían fallecido podría explicar por qué los seres humanos comenzaron a creer en la existencia de una vida tras la muerte. Su explicación se basaba en la idea de que, cuando un soñador veía a una persona fallecida en sus sueños, concluía que el difunto seguía existiendo en alguna forma inmaterial, creencia que llevaría a las personas a desarrollar la primera noción de espíritu y, a partir de allí, la religión en su conjunto. Esta hipótesis, claro está, fue duramente criticada en virtud de considerar que las sociedades “primitivas” no podían distinguir la diferencia entre la realidad y el mundo de los sueños.
Por supuesto, esta idea adquiere otro valor si la ubicamos desde otra perspectiva. Después de todo, la pérdida repentina de un ser querido puede significar una ruptura traumática en la mente. Las personas cercanas que de un momento a otro desaparecen físicamente, no lo hacen tan fácilmente de nuestra mente. El sueño REM, por demás, procesa las emociones y los recuerdos a veces de forma caótica, entremezclando información reciente con pasada. Así pues, podríamos sugerir que la experiencia de soñar con difuntos no fue, necesariamente, interpretada como una indistinción entre la realidad y el mundo onírico sino, más bien, un motivo de reflexión sobre la continuidad de la vida tras la muerte.
De hecho, en muchas culturas la relación entre los muertos y los sueños es completamente simbiótica. Para los nativos de Madagascar, cuando las personas mueren su espíritu (conocido como fanahy) abandona completamente su cuerpo, pudiendo viajar a cualquier sitio del mundo. Sin embargo, para ser visto por personas vivas debe entrar en sus sueños, donde aparece con su cuerpo original y tal y como era cuando la persona estaba viva. Al mismo tiempo, durante el sueño se cree que el fanahy de las personas vivas se separa temporalmente de su cuerpo y deambula hasta despertarse: si este espíritu viaja al mercado, uno sueña con el mercado, si viaja al mar, se sueña con el mar, y si se le acerca al espíritu de un familiar fallecido, se soñará con él. La mayoría de las actividades nocturnas del fanahy reflejan sus preocupaciones durante el día, hecho que, sorprendentemente, coincide con el funcionamiento del sueño REM.
El sueño, según parece, se encuentra en el origen de casi todos los ámbitos del imaginario humano, aun cuando resulta imposible evaluar hasta qué punto ejercieron su influencia. Su contenido narrativo, evidentemente, es anterior a los mitos, y resulta difícil pensar que no influyeron en su creación. No es descabellado, por lo tanto, sugerir que aquello que nuestros antepasados experimentaron, observaron y sintieron mientras dormían les despertó la curiosidad por un mundo cuyo origen desconocían, pero sobre el cual tenían una única certeza: era radicalmente distinto a su realidad cotidiana.
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