Hola, te doy la bienvenida a Smilodon’t, un newsletter que, este domingo, podría resumirse en la siguiente pregunta. ¿Dónde se detiene la mente y comienza el resto del mundo?
Atento, lector o lectora. La cosas cambian rápido, a veces de manera impredecible.
Por ejemplo, ahora mismo. Ya no estás en tu computadora, ni en tu celular. Estás en algún lugar de la sabana africana, concretamente en el Este, en un momento del Pleistoceno inferior que, según mis cálculos, se remonta a dos millones y medio de años antes del Presente.
Cómo llegamos hasta acá es algo que todavía no hace falta revelar. Por qué estamos escondidos detrás de un arbusto, tampoco.
No hagas ruido. Ahí viene.
¿Qué es? No lo sé exactamente. Algunos lo llaman Homo habilis, es decir, hombre hábil —y, al decir esto, lo reconocen como humano— aunque, para serte sincero, a mí me parece un Australopithecus. Y quizás lo sea. No importa, no hay demasiada diferencia.
Te comento, lector, que la última vez que vine, noté que una de estas criaturas había tenido una especie de ataque de ira. Como consecuencia, empezó a tomar cosas del suelo (entre ellas, una piedra) y a lanzarlas sin ningún fin concreto. Cuando esa piedra golpeó contra un árbol, se partió a la mitad, dando lugar a una especie de… ¿filo? Mirá, hice un dibujo, para que se entienda.
Bueno. El tema es que cuando se le pasó la rabieta, quiso comer unas nueces que encontró en el suelo y, para mi sorpresa, tomó la piedra que había partido accidentalmente y la usó como martillo. Después de eso, la dejó por ahí y se fue a hacer otra cosa. De esa vez pasaron 500 mil años, y fue la última vez que vine. Pero ahora me llegó una alerta en el celular. Parece que algo cambió, pero no está muy claro qué es. Por eso vinimos.
Ahí hay otro, tirando piedras. Pero no se lo ve enojado ni fuera de sí. En realidad, mirando atentamente, hasta parece que lo está haciendo a propósito. Eso también es raro. Acaba de usar la piedra afilada, pero no la deja tirada, se la lleva. Evidentemente, a diferencia de la última vez, en esta ocasión llegó a la conclusión de que más tarde puede volver a usarla.
Algo cambió desde mi última visita, pero no entendemos bien de qué se trata. El cerebro de estas criaturas, después de todo, continúa siendo esencialmente el mismo.
Te explico. La idea general hasta ahora era que sus acciones eran resultado de la evolución de su cerebro y, al mismo tiempo, que sus estados mentales estarían contenidos en características biológicas. Pero esta interpretación tiene dos problemas. El primero, que no podemos explicar todo por cambios en el cerebro o en la genética porque, al menos en este caso, no parecieran decir mucho. El segundo es que este esquema no permite entender, en sí, los cambios. Después de todo, si el cerebro se transforma, ¿no es porque algo ocurrió afuera?
La mente opera a través de los sentidos. Si yo puedo clasificar los colores según tonalidad, es porque primero los vi a través de mis ojos. Del mismo modo, para que Arnold —ah sí, me olvidé de decirte, le puse ese nombre al Australopithecus que vimos antes— pudiera entender las virtudes de la piedra, tuvo que tocarla antes, arrojarla, examinar su peso, su resistencia y sus potencialidades. Ese examen lo hizo, fundamentalmente, a través del tacto.
Para Lambros Malafouris, los procesos cognitivos no ocurren enteramente dentro del cerebro, sino en la interacción del cerebro con una cosa. Es decir que no podemos dar crédito a lo que dijo el escultor Miguel Ángel cuando explicó que «El David» ya estaba dentro del mármol, y que él sólo «lo sacó». Esto implicaría que la escultura había sido proyectada, de manera absoluta, en su mente, y luego plasmada en el mármol. A todas luces, esto no fue así. Malafouris diría que David no fue un producto de la mente de su escultor, sino de la interacción entre éste y el mármol, que condicionó y dio forma a sus posibilidades.
La mente, entonces, no solamente piensa y da forma a los objetos, sino que piensa a través de ellos. A este razonamiento se le ha llamado «hipótesis de la mente extendida», y sostiene, básicamente, que el cerebro humano no es la sede de todo lo mental, sino que esto está «disperso» también en el mundo material.
Entendiendo esto, nos acercamos un poco más a entender lo que ocurrió con Arnold. Leroi-Gouran ha dicho que la evolución humana se orientó hacia la colocación en el exterior de lo que en el resto del mundo animal se realiza en el interior. Para decirlo en criollo, se utilizaron herramientas para reemplazar a los dientes, es decir, las funciones de los órganos se exteriorizaron. Los micénicos, por ejemplo, en el siglo XV antes de Cristo, inventaron un sistema de escritura llamado Lineal B, con el cual guardaron registros y llevaron a cabo cuentas matemáticas. ¿Qué fue eso, sino una forma de exteriorizar la memoria humana?
Quizás no se trate, entonces, de que el cerebro de Arnold cambiara y eso le permitiera entender las virtudes de la piedra, sino que, por el contrario, experimentar con la piedra amplió su horizonte de posibilidades y, como consecuencia, su cerebro. Otra vez el huevo y la gallina. Pero ya tengo la respuesta que veníamos a buscar.
¿Qué cambió, entonces, en ese momento?
Empezamos a pensar a través de las cosas. Nos convertimos en cyborgs.
La enciclopedia británica define a los cyborgs como seres humanos cuyas funciones fisiológicas son ayudadas o mejoradas por medios artificiales, como modificaciones bioquímicas o electrónicas del cuerpo. La versión más popular de la ciencia ficción es RoboCop pero, si nos atenemos de manera estricta a la definición que acabamos de leer, un cyborg puede ser también una persona que usa anteojos, bastón, o nuestro querido Arnold, que usó una roca para partir nueces.
Con el bastón de un ciego, por ejemplo, sucede algo interesante. Cuando éste lo utiliza, funciona como una suerte de extensión de su cuerpo, y «siente» el suelo y las paredes a través de él. A nivel cerebral, se produce un desvío de la corteza visual occipital al procesamiento táctil. En pocas palabras, quiere decir que el cerebro trata al bastón como parte del cuerpo. Todo se convierte en una zona gris, donde el cerebro, el cuerpo y los objetos externos actúan conjuntamente. No se me ocurre una mejor definición de cyborg.
Lo mismo ocurre con los lentes. Antes dije que la mente operaba a través de lo sentidos, como la vista. Por esa razón, en el budismo no se considera que la consciencia sea algo abstracto, sino que se presenta de forma diferenciada a través de los sentidos. Cuando miro algo, por ejemplo, estoy haciendo uso de la «consciencia visual». El aumento en la capacidad encefálica de los homínidos se debe, en gran parte, a que al caminar en dos patas comenzaron a desarrollar una visión panorámica, que les otorgó un cierto sentido de la exploración. Con los anteojos pasa lo mismo. Son externos, distorsionan (podríamos decir, mejoran) la vista, y afectan mi manera de ver el mundo.
Desde que Arnold rompió esa piedra hasta hoy, cada día nos volvemos más cyborg. Algunas manifestaciones parecen más obvias, como los by-pass o las prótesis. Sin embargo, es mucho más que eso. No sentir el celular en el bolsillo genera una sensación similar a estar desnudo, y rápidamente se extiende la moda de los celulares-pulsera, un invento que pareciera inspirado en Los Supersónicos.
Recientemente, el excéntrico Elon Musk sacó a la luz el chip Telepathy, creado con la tecnología Neuralink. Se trata de un chip compuesto por 1.024 electrodos diminutos que se implanta en el cerebro, y su objetivo es, entre otros, permitir a las personas que han perdido el control de sus extremidades recuperarlo, o bien, conectarse a un sistema computacional y operarlo con la mente. Para demostrarlo, Musk implantó uno de estos chips en Pager, un simpático chimpancé, y lo puso a jugar al Pong, el primer videojuego de éxito comercial. Los alcances de esta demostración son todavía desconocidos.
Pager jugando al Pong con su mente.
El cerebro de Arnold cambió porque empezó a pensar a través de la piedra. La civilización micénica cambió, en gran medida, porque pensó a partir de las tablillas de Lineal B. Nosotros, cada vez más, pensamos a través de las máquinas que tenemos disponibles y que, como ha mencionado Donna Haraway, tienden a ser invisibles, porque están hechas de rayos de sol, son ligeras y limpias, son portátiles y móviles.
Ahora puedo revelarte dónde estábamos. En ningún lugar en concreto. Arnold somos nosotros.
La pregunta es, ¿nuestra mente está cambiando sin que lo sepamos?
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