Hola,
Te doy la bienvenida a Smilodon’t, un newsletter que, a veces, gusta de dejar a sus seguidores con intriga durante un par de semanas, pero cede fácilmente a la presión de las redes sociales.
Ya que nos hallamos ante un misterio sin resolver, el newsletter de hoy consta de dos partes. La primera es el planteo del problema, publicado en el volumen de hace dos semanas. Si ya leíste esa parte, podés pasar directamente a la segunda. Caso contrario, te recomiendo empezar desde el principio.
Conocidas son, para muchos de nosotros, las aventuras y desventuras del enigmático navegante Cristoforo Colombo (o Cristóbal Colón, en la versión castellanizada), quien arribó al continente americano en el año 1492, con la intención de entregarle una carta de Su Majestad al Gran Khan, solicitando su apoyo para asegurar la salvación de la cristiandad occidental. Claro está, el genovés no había llegado a Oriente sino a un continente antes desconocido por los europeos, pero eso ya todos lo sabemos.
De Colón se han destacado, entre otras cosas, sus habilidades para la observación y la descripción. Las imágenes de su primer Diario de viaje, si bien han sido impugnadas debido a su carácter mesiánico, destacan por lo florido de su relato y lo vivo de su representación. El río Orinoco es identificado por él como uno de los cuatro ríos del Jardín del Edén, y las minas de oro de Veragua, como aquellas de las que el rey Salomón había tomado el oro para construir el templo de Jerusalén. El navegante, al fin y al cabo, veía todo a través de la Biblia.
Hace muchos años, una de estas vívidas descripciones me llamó la atención, y hasta el día de hoy no había podido explicarla. Me refiero, claro está, a la mención que Colón hiciera en su primer diario, acerca de unos perros de pequeño tamaño, de aspecto inofensivo y, aparentemente, sin la capacidad de ladrar.
Claro está, podríamos pensar que esta observación formaba parte de uno de sus delirios o bien, siendo un poco más generosos, de sus pequeñas confusiones, como el hecho de que la isla a la que arribó no era Japón sino, lo que hoy conocemos como Bahamas. Sin embargo, también Gonzalo Fernández de Oviedo, el primer cronista de las «indias» recién descubiertas, menciona a estos canes:
«Eran todos estos perros, aquí en esta e las otras islas, mudos, e aunque los apeleasen ni los matasen, no sabían ladrar; algunos gañen o gimen bajo cuando les hacen mal» (Fernández de Oviedo, Historia general y natural de las indias, 1535).
También Bernabé Cobo, padre jesuita nacido en 1582, llamó la atención sobre el carácter silencioso de estos perros, y lo relacionó con una adaptación particular al clima en América. Otras referencias son, por así decirlo, indirectas. Bernardo de Vargas, militar, naturalista y veterinario nacido en 1557, mencionó que los indígenas temían a los caballos y a los arcabuces, pero sobre todo a los perros, fundamentalmente por sus ladridos ¿No tendría sentido que su terror tuviese que ver con el hecho de que los perros europeos, a diferencia de los americanos, sí ladraban?
La cuestión, por lo tanto, excedía los delirios de Colón.
Estos perros americanos se extinguieron rápidamente con la llegada de los europeos, por lo cual no podemos afirmar o refutar etnográficamente lo dicho por los cronistas. A partir de 1493, el propio navegante introdujo algunas razas de perros europeos, utilizándolas para fines militares. Con el tiempo, se expandieron y reemplazaron a las autóctonas.
Una primera explicación que pude leer acerca de esta curiosidad sería que, así como durante la prehistoria existía un caballo europeo (Equus ferus caballus) y un caballo americano (Hippidon, que significa literalmente caballito, haciendo alusión a su menor tamaño), podría haber existido asimismo un perro europeo y uno americano. De esta manera, mientras que el perro europeo habría evolucionado en conjunto con los seres humanos y, por lo tanto, habría desarrollado el ladrido como una forma de comunicarse con ellos, el perro americano habría evolucionado de forma independiente, encontrándose con los humanos en un punto tardío de la historia. Por esa razón, los perros mencionados por Colón eran mudos.
Esta explicación, sin embargo, no tiene sentido. Después de todo, el perro (Canis lupus familiaris), al igual que otros animales domésticos, evolucionó de la forma que lo hizo, justamente, por el contacto con los humanos.
En un determinado momento del periodo Paleolítico (se discute si fue hace cuarenta, veinte o quince mil años) los humanos comenzaron a relacionarse con un animal salvaje, bastante similar al lobo. Ya fuera por interés en utilizarlos como animales de caza, de exploración o sencillamente como compañía, los humanos seleccionaron a aquellos «lobos» que tenían rasgos más afables, aniñados o, en resumidas cuentas, más dóciles para con ellos. Por supuesto, este proceso no fue unilateral, y los propios animales también tuvieron su parte en ello. Después de todo, fueron ellos los que eligieron aceptar la compañía de los humanos, quizás por entender que en alianza con esos simios de escaso pelaje era más simple obtener alimentos. Sin embargo, el fin de la historia es ampliamente conocido. La selección de las especies animales con rasgos más dóciles llevó a modificaciones genéticas, y progresivamente los feroces lobos fueron tomando la forma que conocemos hoy. Este proceso se llama neotenia y, en términos simples, implica una regresión de una determinada especie a sus caracteres juveniles, algo que ocurre con la mayoría de los animales domésticos, y la razón de ello es que éstos son preferidos y seleccionados por los humanos. Dicho mal y pronto, los perros adultos se parecen un poco a los lobos bebés, y los gatos adultos, a los tigres bebés.
Más allá de esta digresión, lo importante es que los perros son como son, justamente, por el contacto con los humanos. Por lo tanto, la hipótesis de unos perros americanos sin contacto humano no tiene sentido. Además, la evidencia genética respalda el hecho de que los perros americanos se separaron de sus antepasados asiáticos hace aproximadamente quince mil años, lo cual coincide con el cruce de los humanos por Beringia. En otras palabras, los perros llegaron al continente americano en compañía de humanos.
¿Por qué, entonces, los perros de Colón no ladraban?
Debo admitir, en este punto, que durante un tiempo pensé que, sencillamente, debíamos concluir que el genovés estaba un poco loco, y que su mención de los perros mudos formaba únicamente parte de sus historias delirantes, inexactas y confusas. Asimismo, Oviedo, Cobo y Vargas podrían haber aceptado lo afirmado en su Diario sin cuestionarlo, llevando las excentricidades de Colón demasiado lejos.
Sin embargo, son demasiados los hechos que me hacen pensar que, particularmente en esto, Colón no estaba exagerando ni mintiendo. En primer lugar, a pesar de su carácter mesiánico, se trataba de un navegante experimentado, que había recorrido gran parte del mundo, y gozaba de un amplio conocimiento en lo relativo a la flora y la fauna. De hecho, él mismo comparó a los perros mudos de Cuba con los mastines y blanchetes, razas que conocía muy bien y cuyas diferencias podía identificar. Mientras que el mastín es un perro grueso y membrudo, de pecho robusto y patas rígidas, el blanchete es pequeño y de color blanco, y fue introducido en Europa desde la isla de Malta. Ambas descripciones coinciden, hace falta decirlo, con representaciones pictográficas de perros halladas en las cuevas de Borbón, en la provincia de San Cristóbal, República Dominicana. Así pues, las características físicas mencionadas por Colón y por otros cronistas son, al menos, muy similares a las que aparecen en pictografías y en la cerámica prehispánica.
Al mismo tiempo, algo me llama la atención. Es cierto que Colón confundió muchas cosas, pero el punto común entre todas ellas es que se relacionaban, en algún sentido, con la Biblia. El genovés buscaba en América el paraíso perdido de Adán y Eva y, por esa razón, sus ojos distorsionaron la realidad en función de sus propios deseos. La mención de los perros mudos parece, en este sentido, demasiado específica, y de escasa relación con el resto de sus delirios.
Por otro lado, cada mención que aparece en las fuentes pareciera confirmarlo. Mientras más investigo, más verosímil se vuelve la idea de unos perros silenciosos. El propio Fray Bartolomé de Las Casas, un teólogo extremadamente culto y crítico, hizo mención a bestias de cuatro patas que no ladraban, y que los indígenas habrían llamado aon. Al mismo tiempo, durante el segundo viaje de Colón aparece un cronista, de apellido Bernáldez, que confirma la existencia de estos canes, a quienes caracteriza como «menos malos» (entiéndase, que los perros europeos) y destaca, nuevamente, su incapacidad para ladrar, la cual relaciona con el hecho de que haber sido criados para ser comidos, hecho confirmado por el propio Las Casas. Aparentemente, para inicios del siglo XVII, los perros mudos continuaban poblando el continente, según sabemos por una mención que hace de ellos Pedro Simón, cronista arribado al Nuevo Reino de Granada en 1604.
Los ejemplos son demasiados. Podemos no creer en ellos, pero resulta imposible ignorarlos.
Ahora bien. Guillermo de Ockham, personaje habitual de este newsletter, ha dicho que la explicación más simple suele ser la correcta. Así pues, si el hecho de que eran mudos aparece con tanta insistencia en las fuentes, ¿no resulta factible pensar que, quizás, no se tratara de perros sino de otro animal?
Esta hipótesis fue sostenida en 1840 por el historiador Ramón de la Sagra, quien sugirió que Colón y los demás conquistadores tomaron por perros a los chacales del continente americano, que existían en gran número en las Antillas y que, probablemente, habían sido domesticados por los grupos indígenas. Así pues, el perro mudo antillano podría haber sido una variante doméstica del chacal americano (Canis carnivorus), más comúnmente conocido como renard gravier o zorro.
Esta hipótesis no es del todo disparatada. Después de todo, muy recientemente salió a la luz que los cazadores-recolectores de la actual Patagonia argentina (sí, un ejemplo geográficamente distante, pero igualmente americano) tenían zorros como mascotas antes de la llegada de los perros europeos. Se trataba de un zorro extinto (Dusicyon avus) que habría vivido por la zona hace aproximadamente 1.500 años, y que habría estado estrechamente vinculado con los humanos, al punto de aparecer enterrado junto a algunas personas en sus tumbas, al igual que ocurría en América central. De este modo, la hipótesis sostenida por De la Sagra hace más de 150 años pareciera, a la luz de la evidencia arqueológica, no del todo improbable.
Representación del Dusicyon avus.
Los zorros, por si hace falta aclararlo, no ladran. Sí emiten, al igual que los supuestos perros antillanos, gruñidos, chillidos, gemidos y aullidos.
Pero no te levantes todavía, lector. Hay otras cuestiones en danza.
Después de todo, aun si es real que el zorro americano pudo haberse convertido en un animal doméstico, el hecho de que los conquistadores lo hayan confundido con una especie de perro continúa siendo una hipótesis. Los pueblos amerindios, al fin y al cabo, sí tenían perros. Si eran mudos o no es otra historia.
Y al pensar esto, se me ocurrió otra idea. Pero implica, debo advertirte, dejar la navaja de Ockham a un costado. Esta explicación no es, ni por casualidad, la más simple.
En lugar de preguntar por qué algunos perros no ladrarían, ¿por qué no preguntarnos la razón evolutiva por la cual los perros ladran? Parece una obviedad, pero no lo es. Al fin y al cabo, si este animal desciende de un antepasado común muy similar al lobo, y podemos estar bastante seguros de que éste no ladraba, eso significa que el ladrido tiene que haber aparecido en algún momento de la evolución canina, como respuesta a algo.
¿Algo como… qué?
Los canes ladran por una amplia variedad de razones, y comprenderlas implica considerar cómo se comunican entre sí y con los humanos. Lo importante es, sin embargo, entender que algunas razas tienen mayor o menor predisposición a ladrar debido al propósito para el cual fueron criadas originalmente, es decir, qué aspectos fueron seleccionados, en un principio, por los humanos.
Ahí está la clave.
En Europa y Asia, los perros fueron seleccionados para realizar una interesante variedad de tareas. La caza es, entre ellas, la más conocida, pero una muy importante y que perdura hasta hoy en día es el pastoreo. Los pastores euroasiáticos debían movilizar vacas y ovejas, y tempranamente descubrieron que los perros eran muy útiles para aquella tarea. Por ese motivo, seleccionaron a aquellos más aptos para desarrollarla, lo cual implicaba que ladraran y fueran más feroces, para poder imponerse y ordenar a los bovinos.
En América esto no ocurrió. El pastoreo también era muy común, sobre todo en la zona de los Andes, donde tempranamente se domesticaron llamas y alpacas. Sin embargo, las técnicas para guiar y cuidar a los camélidos no dependían de la ayuda de perros de la manera que la ganadería euroasiática ha utilizado a los canes pastores. Según el Dr. Lucio González Venanzi, quien dedicó su tesis doctoral al origen y variabilidad del perro en el Cono sur, no existe evidencia arqueológica (al menos en esta zona) que indique que los perros prehispánicos tuvieran un rol importante en el pastoreo, ni en la caza. Aparentemente, la captura de camélidos silvestres requiere de silencio, asecho y emboscada, por lo cual la utilización de perros es contraproducente ya que alertan a las presas con sus ladridos.
De este modo, se me ocurre pensar que muchos perros, aun teniendo la capacidad innata para ladrar, no lo hicieron porque ese comportamiento no fue especialmente seleccionado por los humanos. Esto coincide con muchas descripciones de los cronistas españoles, que señalaron en reiteradas ocasiones que los perros americanos eran utilizados para actividades muy diferentes de las que se acostumbraban en Europa.
El ladrido podría ser, de este modo, un comportamiento surgido por la necesidad de cazar y pastorear. Esta es, sin embargo, una hipótesis propia que, en el futuro, podríamos confirmar o descartar.
Lo único que sabemos es que, cuando Colón arribó al continente y tomó contacto con estos animalitos, jamás ladraron a pesar de los maltratos propinados por los españoles. Esto es, quizás, una simple viñeta de la crueldad de los conquistadores, quienes aterrorizaron por igual a humanos y animales, en gran medida por considerarlos indistintos. La conquista redujo, cabe decir, la diversidad del mundo, y la cantidad de universos posibles.
En uno de ellos, hoy sabemos, había perros silenciosos.
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